martes, 30 de septiembre de 2008

LA HUIDA DE LOS BERRENDOS, ¡ROMPER EL SILENCIO!















La huida de los Berrendos

¡ Romper el silencio!


Tenía yo 14 años cuando aquel final de julio de 1936 vimos teñirse de blanco las calles del pueblo, banderas blancas que pendían de ventanas y balcones en señal de rendición ante las fuerzas nacionales sublevadas. A primeros de agosto se quitaban éstas y comenzábamos a poner las nuevas banderas nacionales de color rojo y amarillo, en un trajín incesante porque al parecer lo mandaba así el gobernador. Cada cual se las compuso como pudo, pidiendo y uniendo trapos de ambos colores. Era esa la bandera que con tanta pompa se izaría a mediados de mes desde el balcón del Ayuntamiento. José Martín Borrero

No era esta, por desgracia, la única agitación que se vivía en las calles. Yo, que siempre iba al rabo de mi madre, escuchaba lo que comentaban las vecinas: ... que si huelgas, que si disparos y fusilamientos, que si rojos y nacionales, que si la gente tenía que entregar las armas, que si la quema de las iglesias…

En casa, yo advertía a través de mis ojos de niña, el desasosiego y la preocupación en el semblante de mi madre, que escuchaba atónita de boca de mi padre las noticias sobre un alzamiento de los militares y el peligro que entrañaba para todos los que estaban sindicados o simpatizaban con el Frente Popular, el partido izquierdista que había ganado las últimas elecciones.

. A la caída de la tarde y tras regresar de las faenas del campo, mi padre, José Martín Borrero, más conocido como Pepe el Berrendo, solía reunirse con otros hombres en la bodega de Alfonso Zunino Toscano, que entonces era el alcalde desde febrero de ese año. Su bodega, que daba a la calle Almendros junto a la fragua de los hermanos Vázquez, era un lugar frecuentado por hombres de aquellas calles, jornaleros y hombres del campo, en su mayoría de izquierdas y del sindicato agrario, como mi padre, donde al compás de un vaso de vino se hablaba de los problemas que acuciaban a los obreros. Mi padre casi siempre acudía con su hermano Antonio, el cuñado de éste y el concejal Luis Andreu Márquez.

Pero aquella noche del 29 de julio mi padre llegó de la taberna más preocupado que de costumbre. Le dijo a mi madre que habían destituido al alcalde Zunino Toscano y ahora gobernaban los falangistas, que había que tener mucho cuidado porque corría el rumor de que iban a ir a por los rojos. Rápidamente mi madre atrancó la puerta con una escalera. Mi padre no había cometido delito alguno, pero todos los cuidados y precauciones eran pocos ante aquella situación. Esa misma noche se declararía el estado de guerra en todos los cuarteles de la guardia civil.

Los falangistas, por su parte, ya tenían una lista con los nombres de los sindicalistas e izquierdistas más destacados y de aquellos que frecuentaban la taberna de Zunino Toscano. A todos fueron a buscarlos a sus casas para ser detenidos. A Alfonso Zunino, con quien mi familia mantenía muy buena amistad, alguien le comentó que se fuera en el barco Vázquez López, que estaba dispuesto en el puerto de Huelva para todos los republicanos que quisieran marcharse a Casablanca, pero no quiso, y entonces, sabiendo a ciencia cierta que vendrían a buscarle de un momento a otro y tras la insistencia de su mujer, se refugió en casa de una vecina y conocida suya de la calle Pila, Rosa. Poco podía imaginar que unas semanas más tarde sería fusilado.
Antonio Martín Borrero
El atardecer agobiante de un día de primeros de agosto se quebraba paulatinamente en oscuridades dentro de una atmósfera de sospechas, de cuchicheos y de vigilancias.

Casi de madrugada comenzaron los golpes en la puerta de mi casa, en la calle Pila. Cuando mi madre abrió la puerta, vimos ante nosotras un cordón de hombres apostados ante el umbral, hombres uniformados de falange, con camisas azules, unos con pistola en mano y otros con fusiles. Agarrada al vestido de mi madre, sentí desfallecer las piernas al mismo tiempo que mi corazón comenzó a latir desesperadamente de puro miedo. Preguntaron por mi padre, al mismo tiempo que casi sin esperar la respuesta de mi madre de que no se encontraba allí, penetraron con ímpetu en la casa. Recorrieron todas las estancias, abrieron armarios, se asomaron debajo de las camas, el corral…. Ni rastro. A mi padre le había dado el tiempo justo de saltar la tapia del corral que daba a la calleja y salir corriendo campo a través.

Ahora que rememoro estos hechos, pienso en el susto que llevaría mi padre, empujando su rostro, angustiado e inquieto a través de la madrugada, corriendo entre campos y senderos a la luz de la luna, jadeante y aturdido intentando poner en claro sus ideas.


Cuando los falangistas salieron de mi casa, observé compasiva y temerosa el rostro de mi madre: las lágrimas arrasaban sus pupilas, los labios inmóviles, incoloros y tensos… las manos crispadas sobre sí mismas, .. ¿qué sería de nosotros ahora? … ¿qué sería de mi padre, si lo cogían? … Él no buscaba ahora enfrentamientos ni guerra con nadie, solo salvar su vida.

Después de mi casa, los hombres de falange fueron en busca de mi tío Antonio Martín Borrero, hermano de mi padre y casado con Juana Lagares, y de su cuñado Luis Andreu Márquez, casado con Pepa Lagares, que vivían en La Pila.
Pero ellos ya habían visto lo que se estaba cociendo por la calle y cuando llegaron los falangistas, ya habían huido también.


Los tres, José Martín, Antonio Martín y Luis Andreu, huyeron y no tuvieron más remedio que dispersarse por los campos. Estuvieron fugados unos tres meses por esos campos del Monte de Abajo. Dormían haciendo un agujero en el suelo al abrigo de los arbustos, y cobijados por las propias ramas sobre una manta sutil. Debían estar siempre atentos y vigilantes si querían salvar sus vidas, y no dejarse ver por elementos hostiles.

Cristobalina Martín Núñez, hija de José Martín Borrero. A primeros de agosto un Bando de Queipo de Llano declaraba el estado de Guerra en Huelva. Las noticias de lo que estaba ocurriendo eran estremecedoras, pero en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la huida de los Berrendos, y la gente especulaba con su vuelta.

A veces aparecían rumores de que los habían visto aquí o allá. Hubo una ocasión en que se congregaron muchas personas junto a la Pila porque algunos carreros vinieron diciendo que los habían visto venir hacia el pueblo para entregarse. Pero eran falsos rumores. Tengo que decir que mi familia era muy querida en el pueblo, y hubo quien incluso les dejaba comida en las ramas de los árboles. Imagino que mi madre también tendría contacto con mi padre a través de los pastores que recorrían aquellas tierras casi a diario y que de vez en cuando se encontrarían en algún lugar determinado del campo. Por supuesto que yo debía mantenerme en silencio y tener cuidado de no irme de la lengua.

Recuerdo una vez que estando yo en una tienda de la calle Moreno, llegó Carmelo el Policía. Comenzó a hablar de los huidos y de las glorias del ejército nacional, comentando en alta voz para que yo lo oyera: “Al Berrendo lo hemos cogío por Castillejos y lo hemos matao.” Yo intuí que dijo aquello para que yo contestara irritada que mi padre estaba vivo. Pero salí llorando de allí y corrí a decírselo a mi madre.

En casa fue la época más dura de toda mi vida. Teníamos que realizar las labores del campo con mi madre y vender los productos que daba la tierra. Yo, que era la hija mayor, tuve qué trabajar en lo que salía, desde trabajar en la droguería de Luis Mora con Socorro Bendala hasta segar en el campo. Y siempre con el corazón en un puño y el alma en vilo, pues mi madre también temía las represalias que los falangistas podían tomar contra ella. Además, a nuestros oídos llegaban las noticias de las matanzas que los nacionales vencedores estaban realizando sobre los marxistas. Fusilamientos y ejecuciones de gente que incluso no tenía ningún delito de sangre y que tampoco pertenecía a ningún partido político o sindicato.

Parece mentira que para matar a un hombre solo hicieran falta tres personas: una para firmar la denuncia y dos testigos. Así se podía acusar a cualquiera del delito que les pareciera. Y en estos pueblos siempre hay odios personales…

En cierta ocasión, y estando todavía mi padre huido, estaba él con mis tíos y mi madre haciendo carbón en la Majada del Gato, ayudados por Cayetano Martín y Sebastián Pedraza. Yo me había quedado en casa para cuidar de las gallinas. Uno del pueblo, falangista pero sin el uniforme, se acercó preguntando por el Berrendo, pero Cayetano le contestó que no sabían donde estaba y que desde luego allí no se encontraba. Días después, este Cayetano Martín fue requerido para presentarse en el cuartel de Falange, acusado de haber amenazado a aquel falangista de querer meterlo en el horno del carbón. Cayetano contestó irritado que eso era falso, pero que si hubiera llegado a saber que era falangista a lo mejor lo hubiera hecho. En ese instante su nombre fue incluido en la lista negra. Gracias a la intervención de Rosario la del Casino, no le ocurrió mayor desgracia que la de ser señalado y tener que andarse en adelante con más cautela y morderse la lengua.


Así se sucedían los calurosos días de aquel verano que parecía condenadamente interminable. ¡Cuantas noches en vela, en un sinvivir constante!, con un miedo crónico que como una fiera mordía nuestras entrañas, poniendo todos nuestros pensamientos en los que estaban en el campo, a la intemperie, pasando frío o hambre, sin más objetivo que sobrevivir por lo menos al día siguiente.

Un otoño de ceniza se cernía ya sobre el pueblo cuando mi madre pensó en el bando de Queipo y la promesa de que quienes no hubiesen cometido delito de sangre no tenían nada que temer. Habló con D. Juan Pérez, que era muy buena persona y la única en que podía confiar. Este le dijo que como su marido y su cuñado no tenían delitos de sangre no debían temer nada, pero debían correr el riesgo.

A los pocos días vinieron a mi casa Antonio Ruiz, conocido como D. Antonio el Gordo, D. Juan Pérez y Ambrojo, los cuales le entregaron a mi madre tres armas, para entregárselas a mi padre y mis tíos, puesto que al entregarse a las autoridades lo primero que les iban a exigir serían sus armas, y bajo ningún concepto se iban a creer que carecían de ellas. Esto les evitaría, sin duda, algunos problemas.

Los Berrendos se entregaron en el cuartel de la Guardia Civil con gran expectación por parte del pueblo. A mi padre y a mi tío Antonio les pusieron como castigo tener que presentarse diariamente en el cuartel.

El caso de Luis Andreu, por desgracia, fue radicalmente distinto, pues él sería encarcelado y fusilado en abril de 1937, tal como narramos en el artículo siguiente.

Con el regreso de mi padre a casa parecía que la pesadilla que habíamos vivido con su huida tocaba a su fin. Días, semanas, meses de sufrimiento y de agotamiento que, aunque paulatinamente se iban diluyendo en la cotidianeidad de los días, iban a dejar sus tristes secuelas en el alma. A mí, de puro sufrimiento contenido, me salieron unas llagas en la espalda que se tornaron en abscesos que se cerraban y abrían con espantosos dolores. Jamás pude ponerme un vestido con escote a la espalda y todavía tengo las cicatrices.
Mi padre, a raíz de su estancia por esos campos, cogió un enfriamiento crónico, y se llevó nueve años enfermo. Murió a los 57 años.

Hoy tengo 85 años. Y al cabo de tanto tiempo se me arrasan los ojos de lágrimas con recordar todas las penurias que pasamos en casa sin tener culpa de nada, porque no éramos culpables de nada. Seguimos viviendo bajo una losa de silencio, silencio que al cabo de tantos años he querido yo romper para hacer pública mi historia, que es también la historia de otras muchas personas, que padecieron, como yo, las horribles consecuencias de aquella represión inmisericorde.


Fuente oral: Cristobalina Martín Núñez
Entrevista y Redacción: Rafael Méndez Andreu

José Ríos Pérez. ¡Que mi nombre no se borre de la memoria!













JOSE RIOS PEREZ

¡Que mi nombre no se borre de la memoria!




En mayo de 1936 cumplía 52 años. Era uno de tantos jornaleros del pueblo que se debatía en un horizonte inabarcable de penurias con cinco bocas para alimentar y una mujer que sabía esperarle cada tarde, a la vuelta del trabajo, cuando lo había. Tenía puestas sus esperanzas, como otros muchos obreros, en las elecciones que se avecinaban para el 16 de febrero, esperando que saliera vencedor el partido que representaba a todas las izquierdas de la nación, el Frente Popular, que tan buenas perspectivas de trabajo y bienestar para la clase obrera preconizaba. Esa fuerte convicción, además de su amistad con las fuerzas de izquierda y su compromiso sindical, le animaron a ofrecerse como interventor para una mesa electoral.

El 16 de febrero, el día señalado para las elecciones, se despertó frío, gris y desapacible. Un viento helado recorría aquellas calles terrosas, convertidas en un lodazal por la persistente lluvia que días atrás había azotado el pueblo con fuerza.
El gobierno civil, dado el clima de efervescencia política y agitaciones que tenían lugar en todo el país, había dado instrucciones claras para evitar incidentes el día de las elecciones, como el cierre de tabernas a las 10 de la noche del sábado 15 y durante todo el domingo 16, prohibición de consumo de bebidas alcohólicas en bares y cafés, recogida de armas y cartuchos de todas las tiendas donde se vendieran y vigilancia de edificios públicos, entre otras.

Aquel domingo Ríos acudió a la mesa con la misma expectación e incertidumbre que todos los españoles tenían puesta en esas elecciones.
Durante el transcurso de la votación,
José Ríos PérezJosé presintió que algo no marchaba todo lo bien que debiera. Observó como algunos miembros de la mesa electoral pretendían contabilizar votos en la lista a favor de la derecha que no habían sido emitidos. Se entabló una disputa entre interventores de una y otra coalición y preso de la ira por la tropelía que se quería cometer, dio un golpe sobre la urna rompiéndose ésta. Hubo por tanto que detener la votación, hasta que se pudo restablecer el orden.

Tras el recuento de votos su satisfacción fue enorme al comprobar el resultado de las elecciones: El triunfo del Frente Popular fue acogido con el natural entusiasmo en una población tradicionalmente gobernada por la derecha.
Dos meses y medio después, el cinco de mayo, la nueva corporación municipal nombró a José alguacil portero del Ayuntamiento. Esta designación la acogió con la natural alegría de quien goza de un puesto de trabajo y un jornal fijo; jornal que podía venirle muy bien para sobrellevar su casa adelante, y no era para menos con cinco hijos: Francisca, Josefa, José, Manuel y María Jesús. La más pequeña contaba entonces 10 años y la mayor 25.

Su mujer, María Manuela, acogió la idea con cierto recelo, dado que pocos días antes había tenido lugar el tiroteo en la Plaza Redonda y además circulaban turbias noticias referentes a algunos disturbios que tenían lugar por ceses, despidos o readmisiones de obreros, tanto en instituciones públicas como en las fábricas. El cese o readmisión de personal en todos los ámbitos tenía mucho que ver a esas alturas con el signo político que se detentara.

Por su parte y desde su puesto en el Ayuntamiento, José se estaba enterando del ambiente políticamente enrarecido que como una balsa de aceite se iba extendiendo por todas partes. El mes de junio le pareció especialmente plagado de trágicos augurios: la dimisión del gobernador, la detención de alcaldes como el de Puebla de Guzmán, el acuerdo de la sustitución de la enseñanza religiosa e incautación de edificios religiosos en la capital onubense, las multas a los propietarios por no pagar los jornales convenidos a los obreros, los tumultos en pueblos mineros y serranos, la huelga del ferrocarril o la huelga general el día 25, que se prolongó hasta el 29. Nada bueno presagiaba tanta agitación en tan poco espacio de tiempo. En efecto, hubo quienes le insinuaron que un movimiento militar iba a tener lugar de un momento a otro para impedir que el país siguiera en manos de la izquierda gobernante. Los acontecimientos se precipitarían de un modo vertiginoso.
El 18 de julio tiene lugar el alzamiento militar contra el gobierno de la nación.

El día 21 de julio la gente de la calle San Sebastián observaba entre inquieta y divertida cómo Rafael el Turrón empujaba calle abajo, hacia la Ribera, el púlpito de la iglesia. Había comenzado el saqueo del templo por los izquierdistas, los rojos, mientras la derecha local comienza a agruparse y apoyar a los sublevados, escudándose en las milicias de Falange.

El 23 tiene lugar un tiroteo de milicianos en la misma calle San Pedro, y el 29 de julio el alcalde y los concejales son cesados en sus cargos, y en su lugar se nombra una gestora integrada por la derecha. Ese mismo día se pudo leer en el diario La Provincia el bando que a toda página declaraba el estado de guerra en Huelva. La bandera tricolor republicana era arrancada del balcón del ayuntamiento y sustituida por la bandera roja y gualda que enarbolaban los sublevados.

José Ríos asistía con inquietud a todos estos episodios que se estaban sucediendo ante sus ojos como las páginas de un libro de historias truculentas. Comenzaba una guerra y en el Ayuntamiento ahora gobernaban las fuerzas de derechas que habían sido derrotadas en las elecciones de febrero, en medio de un ambiente de hostilidades y amenazas.

¡Que poco podía imaginar Ríos la tragedia que se le avecinaba!

Pocos días después, a primeros de agosto, ya comenzaba la represión, las detenciones de rojos, los interrogatorios, los paseos, el aceite de ricino, los pelados al cero… la gente asustada, presa de una permanente zozobra y una violenta inquietud. Todo se desmadejaba en una realidad alucinante, en un tiempo trepidante. Las noches del mes de agosto fueron noches de escopetas y de insomnios, en que el odio, la desesperación y el miedo corrían por las calles de todos los pueblos, donde cada esquina podía ser una trampa, un peligro, cada puerta una acechanza. Aires de traición y de sospecha, de conjura y de terror. Todos vigilaban a todos; cada cual desconfiaba de su vecino y le acechaba.

29 de julio de 1936: Bando de declaración del estado de guerra en la provincia de Huelva. En el silencio de la noche del 5 de agosto, sus pasos retumbaban sobre aquel pavimento de tierra, bajo la luz exangüe y mortecina de la débil bujía que iluminaba la calle Arenal, que se difuminaba calle abajo por El Lavadero hasta perderse en la oquedad de la noche. José Ríos se dirigía a casa, como cada noche, más allá de las once. Desde que comenzó a trabajar como alguacil portero del Ayuntamiento nunca había experimentado tanta sensación de angustia como esa noche de agosto. Esa misma tarde había sido despedido del Ayuntamiento por sus ideas marxistas y por ser adepto al Frente Popular.
Su mujer le recibió asustada e inquieta. Sabía el odio encarnizado que la derecha local abrigaba contra los sindicalistas, socialistas o comunistas y se esperaba alguna represalia, por lo cual el despido de su marido no la sorprendió. Ahora sobrevenía un oscuro horizonte de intranquilidades y desasosiegos.

En la noche agosteña, asfixiada de rencores, camiones requisados por los falangistas acudían a las casas de quienes ese día habían de sucumbir bajo sus fusiles o encerrados en las cárceles. Era la caza del hombre, como si se tratara de un miserable juego de cara o cruz, de vida o muerte.

El alcalde de Aljaraque, José Rodríguez “Pernales” que era amigo de Ríos y otros cartayeros, vino a decirle que se fuera con él en un barco hacia Portugal “mira que esta gente nos quitan el pellejo”. Pero Ríos era un hombre terco y dijo que él no había cometido ningún delito y que no se movía de su casa. “¡cómo voy a abandonar a mi familia!”

Una y dos veces se llegaron los uniformados de falange y los guardias municipales a su casa para interrogarle, pero no daban con él. Hasta que rompiendo la calma nocturna varios individuos aporrearon la puerta de su casa. Sabían que allí estaba. Esta vez no había escapatoria. Fue detenido por un guardia que precisamente había sido destituido de su cargo, junto con otros ocho empleados, el mismo día que nombraron a Ríos alguacil y que ahora, con el nuevo gobierno municipal, había recuperado su puesto en el ayuntamiento. Fue conducido a la sede de Falange para ser intgerrogado.

Era la noche del 16 de agosto. Esa misma noche también fueron detenidos Vicente Cano, Manuel González y Francisco Pérez Rivera. Había también una maestra llamada Doña Margarita. Fueron atados unos a otros, y conducidos al remolque del camión requisado a un conocido vecino del pueblo, que encima tuvo la desdicha de verse obligado a conducir tan pesada carga. Al ser empujado Ríos para subir al remolque se agarró preso de la ira al cuello de uno de los pistoleros, con tal fuerza que sus uñas le desgarraron la piel y otro conocido falangista, habitual componente de ese escuadrón de la muerte, le hirió con su arma en la sien.

La noche cálida, sosegada y translúcida contrastaba con la pastosa y asfixiante oscuridad del camión que envolvía los rostros exangües, temerosos e impacientes de los detenidos, que miraban con desesperanza el perfil huidizo de las últimas casas del pueblo que, débilmente iluminadas, se alejaban de su vista quedando prendidas en la negrura.

Un viaje incierto que acabó a las puertas de la prisión. José Ríos ingresó en prisión el 17 de agosto de 1936, entregado por “falange española”, según su expediente carcelario.

Tras bajar del camión los presos respiraron aire libre por última vez y cruzaron el umbral del gran portalón, dejando atrás su ayer y su mañana. José Ríos entró en el recinto en hilera con otra remesa de hombres también exhaustos, irredentos y atezados por el miedo. Comenzaba para todos la interminable noche de la prisión. Comenzaría la feroz batalla contra las chinches, contra el escozor de la piel sudada, contra la náusea, contra la angustia. Bajo la aparente calma de la madrugada hervirían mil vidas truncadas, febriles, incoherentes, y se ahogarían palabras impronunciables, deseos inconfesados y ambiciones nunca entendidas. Todos los sufrimientos: el de la espera y la desesperanza, el de la ira y el miedo, el del rencor y el de la lujuria, el de la soledad y el desamparo, el del orgullo y el de la cobardía se abatían sobre aquellos réprobos desgarrando los sentidos y el alma.

Cuando se llevaron a José Ríos de su casa, María Manuela se enfrentó a una noche larga, la noche más larga de su vida, en vela, esperando, suspirando, rezando, aterida de miedo y de angustia, entre la intranquilidad y la incertidumbre .Cuando a media mañana se acercó para preguntar por su marido, le dijeron que había sido trasladado a la cárcel de Huelva.
A la cárcel… Pero por qué… por qué?... por qué culpa, por qué delito?...

María Manuela Moreo Vázquez se quedó sola con sus cinco hijos. Sola frente al miedo y al desamparo. Sin embargo, había que sobreponerse a la adversidad y arrimar el hombro donde fuera por traer algún dinero para comer. Las hijas tuvieron que trabajar en las comisiones de las almendras y los piñones, con Redondo y con Ginés Jaldón. Ella se dedicaba a las labores del hogar y a bregar con las tareas de la casa. El mayor de los dos varones, José que contaba con 15 años, primero se fue a la mar, pero no sabía nadar así que en el siguiente turno se quedó trabajando con los albañiles. Manuel, que apenas contaba doce años en 1936, también fue marinero, y a veces hacía de monaguillo en la iglesia . Cualquier cosa valía con tal de traer una peseta a casa.

Tras los muros de la prisión, que se cerraban en torno a dos patios atestados de tenderetes y porquería, una multitud de hombres rapados, enjutos, olvidados, sudaban sus interminables agonías. Horas de tedio y angustia, días interminables de despiadada desazón que los iba consumiendo de desesperanza. Fuera quedaba la guerra, pura carroña pudriéndose en los campos de batalla, de la que llegaban inciertas noticias que los presos, tras el toque de queda y la cena con el mismo cazo de lentejas con gorgojos que habían comido a mediodía, se comunicaban entre susurros forjándose ingenuas ilusiones de victoria.

Los días se sucedían y entre tanta miseria, alguna vez sobrevenía la alegría de “comunicar” con los familiares. Cuando María Manuela y su hija mayor traspasaron por primera vez la puerta de la prisión para ver a José, presas de la impaciencia y el deseo de ver al padre y al marido, penetraron en el locutorio atestado de voces, gritos, miradas, gestos excitados de visitantes y reclusos aferrados a la red metálica que los separaba. José se hunde, pierde la voz, convertido en una sombra, entrecortado por la emoción y la pena… estableciendo con las dos mujeres, la madre y la hija, un puente de miradas y gestos a través del cual iba y venía un flujo de ternura, cariño y compasión, con los rostros y las manos pegados a la alambrada, murmurando frases que quedaban adheridas en aquella reja que separaba los dos mundos, hasta que el timbre señalaba el fin de la visita.

Después, volver otra vez al horror de más noches en aquella miserable prisión, con el mordisco del hambre, la carcoma de la nostalgia, desear estar en casa, reencontrarle un sentido a la existencia, con sus días de trabajo, sus hijos, sus domingos… Y durante la madrugada el temor de los pasos de los guardianes, siempre a la misma hora, que vienen a abrir las puertas de los que van a morir …. Los pasos se detienen ante una puerta, ruido de llaves y cerraduras herrumbrosas, pronuncian unos nombres…hoy les toca a dos, a tres, a cuatro… después el bramido de los disparos quebrantando la duermevela de los reclusos.

Transcurrían los días, las semanas, los meses y esa ausencia de su marido, preso en un cautiverio que se alargaba más de lo pensado, se hacía cada vez más pesada e insoportable. Habían pasado al menos dos meses de esa prisión infame, cuando María Manuela, a cuestas con su desdicha, regresaba de ver a José. La camioneta traspasaba despaciosamente el puente de Gibraleón en dirección a Cartaya, cuando María divisó horrorizada una hilera de cadáveres apilados en la cuneta… eran siete u ocho hombres con los ojos abiertos y rostros desencajados, sin duda fusilados y yertos sobre aquella tierra acuchillada y ultrajada, curiosamente todos con camisas blancas, en las que resaltaban rojos chorreones que eran como pétalos de sangre salpicando toda la inmensidad de la tarde. Aquella imagen terrible fue una puñalada en su alma, rota ya y exánime de absoluta congoja. Aquella imagen fue como un enfrentarse a la triste y cruda realidad, a una fatal advertencia y un nefasto presagio de lo que le podía pasar a su marido. Sus pensamientos se debatían en una locura sin nombre, su marido y sus hijos, su marido y su casa, su marido y ella, su marido y su familia….y un sentimiento de impotencia que la embargaba…¿Qué hacer por ti? Tú siempre fuiste bueno.. ¿no dicen que el que no tenga las manos manchadas de sangre no tiene nada que temer? Ay, tus ideas, tus ideas… Esperar, esperar a ver qué pasa… Y me da horror pensar que pueda ser fusilado el próximo amanecer o en otro amanecer cualquiera. ¡Fusilado!. ¡Atravesado a balazos! Pero eso no puede ser ¿o es que tú, Dios mío, te has quedado ciego y sordo? No puedes permitirlo Tú, el Dios de los pobres, el manso cordero, el que perdonó a la adúltera, el que arrojó del templo a los cambistas, el que despreciaba a los fariseos, el de la ley del amor. No puedes permitirlo….

La madrugada del 24 de noviembre los pasos de la guardia se acercaban imponentes, resonantes, más cerca cada vez, como un prólogo de siniestros tambores que anuncian la muerte… Ríos se incorpora en la celda envuelto en un sudor frío tratando de apaciguar su corazón con la mano… ya los pasos están a la altura de su celda.
La cárcel de Huelva, inaugurada a principios de los años treinta.
La llave gira y empujan la puerta mientras gritan su nombre con dureza. Apenas se divisaban las primeras luces del alba, cuando Ríos caía abatido en el patio carcelario por la descarga del pelotón de fusilamiento. Una muerte triste, tristísima, injusta y alevosa, de la que no se enteraron ni sus familiares.

Cuando días después María Manuela se acercó a la cárcel para ver a su marido, le comunicaron la noticia. Fusilado y enterrado en fosa común, en una sepultura sin nombre del cementerio de la Soledad…

¿Cómo se puede digerir una noticia de tal calibre? Regresar a casa con ese dolor y esa rabia arañándole el corazón y tener que comunicarle a sus hijos el triste final de su padre, asesinado a los 52 años. 52 años de vida de trabajo y de familia acribillados miserablemente en nombre de qué guerra, de qué bando, de qué ideas… ¿con qué derecho? ¿Con qué razones?...

Pasado un tiempo, según nos relatan los nietos María Jesús y Manuel, quisieron hacer que María Manuela firmara que su marido había muerto de muerte natural para tramitarle el cobro de “una paguita” por viudedad. Pero su hija mayor le gritó a su madre que ni lo intentara siquiera. Su padre había muerto fusilado injustamente y así quedaría escrito para siempre. En el registro civil, efectivamente, su mujer lo inscribió años después indicando como causa de muerte “Fusilamiento por aplicación del bando de Guerra.”.

Manuel Botillo no conoció a su abuela, pero recuerda las historias que su madre, Paca, le contaba. Los recuerdos afloran como saliendo de una niebla extraña, antigua y emocional.

En cierta ocasión, su madre, Paca, la hija de José Ríos, se encontraba limpiando y baldeando el corral de su casa con unas horquillas. La puerta de la calle estaba abierta. En esos momentos penetraron en ella dos individuos acompañados de uno de los conocidos y destacados falangistas que intervinieron en la detención de Ríos. Casi sin mediar palabras, uno de los recién llegados le pidió a Paca que le hiciera una misa a su padre porque el espíritu de Ríos se le presentaba a ese individuo casi todas las noches. Paca, presa de la ira, enarboló las orquillas e hizo ademán de embestirles con ellas, echando de su casa a semejantes verdugos.
Probablemente no era el espíritu de Ríos lo que veía aquel infame ante sí, sino el fantasma del remordimiento de su propia conciencia, si es que acaso la tenía; era el peso y la conciencia de culpa, que, como la de muchos otros, nunca pudieron tapar con el polvo del olvido la figura de José Ríos Pérez.

Entrevista a : Manuel y María Jesús Botillo Ríos
Redacción: Rafael Méndez

Fuentes Consultadas:
Archivo Municipal de Cartaya
- Actas capitulares.
- Padrones de Habitantes
- Libros Registro del cementerio municipal.
- Pensiones fallecidos durante la Guerra Civil.
Registro Civil de Huelva
Archivo Histórico Provincial de Huelva
- Expedientes Carcelarios
- Boletines Oficiales de la Provincia de Huelva.
- Francisco Espinosa Maestre: Historia de la Guerra Civil en Huelva. 4ª ed. 2005
- Montse Armengol y R. Belis: Las fosas del silencio. 2006












































Luis Andreu Márquez. La muerte de un concejal




Luis Andreu Márquez

La muerte de un concejal

Luis Andreu bajaba aquella noche por la oscuridad de aquellas callejas, barridas por el viento y teñidas de luna, hacia su casa, en La Pila. Estaba deseando contarle a su mujer, Pepa Lagares, lo que había decidido en la última reunión mantenida con sus compañeros en la bodega de Alfonso Zunino: presentarse a las elecciones de 1936 por el Frente Popular.

En efecto, ese arrojo que tenía Luis y esas ansias de restablecer el orden y la justicia que creía aplastados por la derecha gobernante, y su contacto con los hombres más destacados de la izquierda local, le motivaron para presentarse a las elecciones municipales que tendrían lugar en febrero de 1936, por el Frente Popular. Tenía 30 años y quería poner su grano de arena en esa difícil tarea de solucionar los problemas del pueblo.

Para esas elecciones todos los partidos de izquierdas se unieron en el Frente Popular: los socialistas, los comunistas, los republicanos de izquierda de Azaña, la Unión Republicana de Martínez Barrio. El punto principal del programa era sobre todo la amnistía para los presos políticos.

Fue la lista más votada, y salió elegido concejal, formando parte de la corporación municipal encabezada por el alcalde Alfonso Zunino Toscano, y en la que también estaban como concejales el médico D. Manuel Abrio Arenas y D. José Morón Feria, entre otros hombres muy conocidos de Cartaya y que no buscaban más que el bien para el pueblo y sus obreros, que estaban atravesando unas épocas de graves penurias económicas. El paro entonces era crónico; trabajaban dos o tres meses en el campo, luego pasaban dos o tres meses parados, y así sucesivamente.

Por otra parte, la derecha había metido en la cárcel a miles de presos políticos en los dos años que estuvieron en el poder. Lo primero que perseguía el nuevo gobierno del Frente Popular era la amnistía, después seguir con la reforma agraria y abolir las leyes que habían reducido a cero las reformas de la República, y por supuesto, paliar el gran problema del paro obrero, para lo cual crearon la Oficina de Colocación Obrera.
Luis Andreu con su mujer, Pepa Lagares
Pero poco iba a durar la gestión de esta corporación municipal, pues el alzamiento militar del 18 de julio puso fin a la misma. A las diez de la mañana del 29 de julio tiene lugar un pleno extraordinario, presidido por el comandante militar asignado en Cartaya, en el ayuntamiento por el cual fueron destituidos de sus cargos todos los miembros de la corporación y en su lugar se nombra una comisión gestora integrada por cuatro miembros “pertenecientes a las fuerzas de derechas de la población”.

Por aquellos días los derechistas sublevados se dedicaron, por todos los pueblos, a saquear y asaltar los centros izquierdistas y los domicilios de los más significados, nombrando paralelamente una gestora municipal, y dejando un grupo de falangistas o de soldados para ayudar a la derecha local en las tareas de control y de represión.

En cuanto las fuerzas sublevadas tomaron el pueblo de Cartaya y se hicieron con el Ayuntamiento, tanto Luis Andreu como sus compañeros de corporación Alfonso Zunino, José Morón y Abrio Arenas fueron objeto de una persecución atroz, al igual que otros conocidos izquierdistas y sindicalistas del pueblo, como el dirigente sindical Juan Jiménez Rivero, huido y más tarde fusilado, o el propio secretario del juzgado, Francisco Villoslada Mora. En Agosto el alcalde saliente Alfonso Zunino, y los concejales José Morón y Manuel Abrio también fueron fusilados.

Cuando los falangistas se acercaron a primeros de agosto a la casa de Luis para prenderle, ya éste había huido, dispersándose y refugiándose por los campos, como hemos mencionado en el artículo precedente, permaneciendo de esta manera unos tres meses, junto con los Berrendos, José y Antonio Martín Borrero.

Todavía, en el mes de octubre, un edicto aparecido en el El Boletín de la Provincia declaraba la confiscación de los bienes de Luis y de otros hombres que directamente o indirectamente se habían opuesto al movimiento nacional iniciado por el ejército.

Pero eso de permanecer fuera de casa, a la intemperie, escondido como si fuera un criminal sin haber cometido delito alguno, estar lejos de sus hijos pequeños, de su mujer y de su hogar, no era vida. Había que arriesgarse y dar la cara, por lo que decidió, junto con los Berrendos, presentarse en el cuartel de la Guardia Civil y entregarse, creyendo ingenuamente la propaganda del General Queipo de Llano de que a los que ningún delito de sangre hubiesen cometido nada les pasaría.

Cuando Luis se presentó en el cuartel, junto con Antonio y José Martín, recibió un trato radicalmente distinto a los demás. Mientras que a Antonio y José les impusieron como sanción tener que presentarse diariamente ante la Guardia Civil, a Luís lo mantuvieron detenido y posteriormente recluido en la cárcel del pueblo. El día 18 de diciembre de 1936 era entregado a las autoridades provinciales y encarcelado en la prisión de Huelva. Según el expediente carcelario fue entregado por “Agentes de vigilancia” por un delito “gubernativo”.

En casa quedó su mujer, Pepa Lagares, con sus dos hijos, José, de cuatro años, y Juana, de dos. En su misma vivienda vivían sus hermanas Manuela, Marina, Carmen y Manuel. Desde el mismo instante en que Luis ingresó en prisión, Pepa se sintió tremendamente sola y abatida, a la intemperie del desamparo, con el temor constante de sufrir en sus propias carnes las represalias de los verdugos. Unos hijos desprovistos del derecho de tener un padre que los alimentara, unos hijos despojados de un padre por el mero hecho de tener otras ideas, separados de un padre que había sido legítimamente elegido por el pueblo y por las urnas, y que de improviso fue despojado de su cargo y de su vida por la fuerza de las armas.

El no tenía pistolas ni fusiles; su arma más potente era el ímpetu de su voz, que se alzaba contra las inclemencias de la injusticia social y de la opresión del capitalismo, y sus manos, sus manos para arrancar de las tierras de otros un mísero jornal para alimentar cuatro bocas.

Pepa se dedicaba con sus hermanas a la elaboración de artículos de esparto, y con ello y algunos recados que realizaba, iba sacando algunas pesetas para comprar lo mínimo para comer, porque ya el pueblo se hundía en un pozo negro de hambre y de miseria.

En el Boletín Oficial de la Provincia de octubre de 1936 apareció el Edicto de 13-9-36 de confiscación de bienes de las personas de Cartaya que en él se relacionan. Pero pasaba el tiempo y Luís continuaba en la cárcel. Ella sentía que debía estar cerca de su marido; debía saber en qué estado se encontraba, si le inflingían castigos, si comía o si, por el contrario, su cuerpo desfallecía de inanición, que sería lo más probable. Así que decidió buscar algún trabajo en la propia capital para poder trasladarse más fácilmente a la cárcel, y estar más cerca de su marido. Entró a servir en una casa para una buena señora que vivía con su hijo, que a la sazón era guardia civil.

Desde su nuevo puesto de trabajo le era fácil acercarse de vez en cuando a la prisión para visitar a Luís, compartiendo ambos, por unos instantes de eterna agonía, la adversidad que les atrapaba.

Pepa no quería pensar cual sería el destino final de su marido. Sabía que no todos los encarcelados o condenados tenían por qué ser fusilados. Por eso solo pensaba en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, una hora más.

Pensaba en lo interminable que se le haría a él el tiempo en la cárcel, desleído en el gris sucio de aquellas celdas colectivas hacinadas de hombres muertos de frío y de hambre, hastiado de esperas y de rutinas, con la esperanza de no ser llamado al amanecer para ocupar el patio de las ejecuciones.

Aquel maldito invierno de 1937 tocaba a su fin y la primavera se acercaba entre promesas de nuevos amaneceres pintarrajeados de rojo y gualda, entre vacuos himnos con sabor a metralla y brazos que se alzaban en alto sobre una España descuartizada y muerta de hambre.

En marzo Luis le comunicó a su mujer que iba a ser sometido a un consejo de guerra. Al menos iba a ser juzgado, aunque fuera por un tribunal militar que poco tenía que ver con un tribunal de justicia. A esas alturas muchos socialistas como él habían muerto asesinados en cualquier cuneta o en las paredes de los cementerios sin posibilidad de defenderse.

El sábado 20 de marzo Luis compareció ante el consejo de guerra. Tales consejos eran de carácter totalmente político. “Se juzgaba haber pertenecido a partidos de izquierdas, haberse opuesto a la sublevación y también, aunque no fuera los mismo, haberse mantenido fiel a la República el 18 de julio; se juzgaba también haber huido antes de la llegada de los militares y falangistas y haber permanecido en tal situación durante meses.” En el caso de Luis Andreu Márquez la sentencia fue firme: la muerte.

Juana Andreu, hija de Luis, nos comenta: “Mi madre sí sabía cuando mi padre iba a ser fusilado. Se fue a Sevilla a solicitar clemencia y perdón, y según ella me contaba, lo consiguió, pero este perdón nunca llegó a tiempo”.

Luis fue fusilado el 2 de abril de 1937 en la cárcel. Sólo tenía 31 años. A las cinco de la madrugada era conducido con varios más al patio de la cárcel. A las cinco de la madrugada sonaron las detonaciones que trocaron la fragancia de abril en el aroma escarlata que impregnó su pecho herido de muerte.

Expediente procesal de Luis Andreu. Fue entregado para Consejo de Guerra el 20 de marzo de 1937 y el 2 de abril fue fusilado.“Mi madre tuvo que pedir por las calles, sobre todo entre familiares y algunos buenos vecinos de la calle San Sebastián, para comprar un ataúd donde poder albergar su cuerpo y no dejar que lo enterraran de cualquier forma”.

Esa mañana Pepa se acercó a la cárcel con su féretro para poder reclamar el cuerpo de Luís recién ejecutado. Aunque ya las fuerzas le flaqueaban, insistió reclamando el cadáver:

- “Si usted no llora, le entregamos a su marido” – le dijeron los guardias.
- “Descuiden ustedes que no lloraré, pero por lo que más quieran,
denme a mi marido” - suplicó Juana sobreponiéndose a la irónica condición impuesta.

Depositaron el cuerpo inerte de su marido en el féretro, y así pudo darle una digna sepultura en el cementerio de la Soledad, en Huelva. Era el firme deseo de perpetuar su memoria, de rescatar su cuerpo y no consentir que quedara sepultado en el olvido, en una fosa sin nombre.

Era el dos de abril de 1937. Su marido, Luis, fusilado y enterrado. El silencio se impuso sobre el silencio y todas sus preguntas, todas sus miradas se diluyeron en el sollozo ahogado de quien ya no puede resistir tanta imposible locura.
Acta del pleno celebrado el 23 de febrero de 1936 por el que Luis Andreu toma posesión del cargo de Concejal.De repente, ante la puerta del camposanto, sola como siempre sola, Pepa sintió que todo se desplomaba a sus pies, su vida, sus inquietudes, sus proyectos de vida. De golpe, le arrebataron el mejor sustento de sus hijos, el calor de su alcoba, el sentido de su vida, el hombre con quien quiso compartir sus ilusiones, sus ambiciones, sus deseos…

“Cuando pasaron varios años mi madre reclamó sus restos y fue al cementerio de Huelva con una caja de cartón. En ella introdujo los restos mortales de mi padre y con aquella caja, a cuestas, con su luto y con su pena, se vino al pueblo. A las puertas del cementerio de Cartaya ya la estaba esperando Novoa para darle sepultura..”

En efecto, el Gobierno Civil autoriza el traslado del cadáver de Luis el 13 de abril de 1943.

“Cuando mi hermano José –nos cuenta Juana-, metió la mano en quinta , tuvo que pedirle a su madre que firmara los papeles como viuda que era para no tener que hacer el servicio militar . Pero, pese al tiempo transcurrido, aún no figuraba ella con ese estado, pues siempre se negó a firmar que su marido había muerto de hemorragia o de pulmonía. Sin embargo, como necesitaba hacerlo para que su hijo se librara del servicio militar por ser huérfano de padre, se doblegó y firmó.”
“Yo sólo se lo poco que mi madre quiso contarme, porque yo siempre estuve mala, desde que era chica, porque lo que mi madre con el pecho me daba no era leche, sino amargura·”.
“¡Cómo los hombres pueden inflingir tanto sufrimiento a una madre, a una esposa, a unos hijos...¡”

Juana, frágil y serena, se emociona un momento, la mirada perdida, absorta en sus recuerdos, y mientras sus ojos adquieren un barniz brillante, saca una caja de zapatos repleta de fotografías. Rebusca entre ellas y extrae lo que parece una postal en blanco y negro : es la fotografía de sus padres, Pepa y Luis.

“ Esta es mi madre y mi padre… y fíjate lo que le hicieron….fíjate lo que le hicieron…”

Sus palabras se quiebran por la pena, mientras su mirada refleja tanto candor, tanta serenidad, tanta compasión de sí misma que es imposible no conmoverse con su historia, con su destino, con su vida.



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Fuentes orales: Cristobalina Martín Núñez y Juana Andreu Lagares.
Entrevista y redacción: Rafael Méndez Andreu
Archivo Municipal de Cartaya.
Archivo Histórico Provincial de Huelva.
Tribunal Militar Territorial 2º de Sevilla.
Registro Civil de Huelva.
www.todoslosnombres(...)org.
La Guerra Civil en Huelva. Francisco Espinosa Maestre. 4ª ed. 2005.

La Memoria Histórica de Cartaya

Pretendemos en este Blogg incluir toda la información posible sobre los episodios de la Guerra Civil en Cartaya, especialmente los relativos a represaliados, desaparecidos o asesinados como consecuencia del alzamiento militar de 1936.

Investigación, recopilación, datos y redacción: Rafael Méndez Andreu.  Cartaya (Huelva) Tf 722471337