La huida de los Berrendos
¡ Romper el silencio!
Tenía yo 14 años cuando aquel final de julio de 1936 vimos teñirse de blanco las calles del pueblo, banderas blancas que pendían de ventanas y balcones en señal de rendición ante las fuerzas nacionales sublevadas. A primeros de agosto se quitaban éstas y comenzábamos a poner las nuevas banderas nacionales de color rojo y amarillo, en un trajín incesante porque al parecer lo mandaba así el gobernador. Cada cual se las compuso como pudo, pidiendo y uniendo trapos de ambos colores. Era esa la bandera que con tanta pompa se izaría a mediados de mes desde el balcón del Ayuntamiento. José Martín Borrero
No era esta, por desgracia, la única agitación que se vivía en las calles. Yo, que siempre iba al rabo de mi madre, escuchaba lo que comentaban las vecinas: ... que si huelgas, que si disparos y fusilamientos, que si rojos y nacionales, que si la gente tenía que entregar las armas, que si la quema de las iglesias…
En casa, yo advertía a través de mis ojos de niña, el desasosiego y la preocupación en el semblante de mi madre, que escuchaba atónita de boca de mi padre las noticias sobre un alzamiento de los militares y el peligro que entrañaba para todos los que estaban sindicados o simpatizaban con el Frente Popular, el partido izquierdista que había ganado las últimas elecciones.
. A la caída de la tarde y tras regresar de las faenas del campo, mi padre, José Martín Borrero, más conocido como Pepe el Berrendo, solía reunirse con otros hombres en la bodega de Alfonso Zunino Toscano, que entonces era el alcalde desde febrero de ese año. Su bodega, que daba a la calle Almendros junto a la fragua de los hermanos Vázquez, era un lugar frecuentado por hombres de aquellas calles, jornaleros y hombres del campo, en su mayoría de izquierdas y del sindicato agrario, como mi padre, donde al compás de un vaso de vino se hablaba de los problemas que acuciaban a los obreros. Mi padre casi siempre acudía con su hermano Antonio, el cuñado de éste y el concejal Luis Andreu Márquez.
Pero aquella noche del 29 de julio mi padre llegó de la taberna más preocupado que de costumbre. Le dijo a mi madre que habían destituido al alcalde Zunino Toscano y ahora gobernaban los falangistas, que había que tener mucho cuidado porque corría el rumor de que iban a ir a por los rojos. Rápidamente mi madre atrancó la puerta con una escalera. Mi padre no había cometido delito alguno, pero todos los cuidados y precauciones eran pocos ante aquella situación. Esa misma noche se declararía el estado de guerra en todos los cuarteles de la guardia civil.
Los falangistas, por su parte, ya tenían una lista con los nombres de los sindicalistas e izquierdistas más destacados y de aquellos que frecuentaban la taberna de Zunino Toscano. A todos fueron a buscarlos a sus casas para ser detenidos. A Alfonso Zunino, con quien mi familia mantenía muy buena amistad, alguien le comentó que se fuera en el barco Vázquez López, que estaba dispuesto en el puerto de Huelva para todos los republicanos que quisieran marcharse a Casablanca, pero no quiso, y entonces, sabiendo a ciencia cierta que vendrían a buscarle de un momento a otro y tras la insistencia de su mujer, se refugió en casa de una vecina y conocida suya de la calle Pila, Rosa. Poco podía imaginar que unas semanas más tarde sería fusilado.
Antonio Martín Borrero
El atardecer agobiante de un día de primeros de agosto se quebraba paulatinamente en oscuridades dentro de una atmósfera de sospechas, de cuchicheos y de vigilancias.
Casi de madrugada comenzaron los golpes en la puerta de mi casa, en la calle Pila. Cuando mi madre abrió la puerta, vimos ante nosotras un cordón de hombres apostados ante el umbral, hombres uniformados de falange, con camisas azules, unos con pistola en mano y otros con fusiles. Agarrada al vestido de mi madre, sentí desfallecer las piernas al mismo tiempo que mi corazón comenzó a latir desesperadamente de puro miedo. Preguntaron por mi padre, al mismo tiempo que casi sin esperar la respuesta de mi madre de que no se encontraba allí, penetraron con ímpetu en la casa. Recorrieron todas las estancias, abrieron armarios, se asomaron debajo de las camas, el corral…. Ni rastro. A mi padre le había dado el tiempo justo de saltar la tapia del corral que daba a la calleja y salir corriendo campo a través.
Ahora que rememoro estos hechos, pienso en el susto que llevaría mi padre, empujando su rostro, angustiado e inquieto a través de la madrugada, corriendo entre campos y senderos a la luz de la luna, jadeante y aturdido intentando poner en claro sus ideas.
Cuando los falangistas salieron de mi casa, observé compasiva y temerosa el rostro de mi madre: las lágrimas arrasaban sus pupilas, los labios inmóviles, incoloros y tensos… las manos crispadas sobre sí mismas, .. ¿qué sería de nosotros ahora? … ¿qué sería de mi padre, si lo cogían? … Él no buscaba ahora enfrentamientos ni guerra con nadie, solo salvar su vida.
Después de mi casa, los hombres de falange fueron en busca de mi tío Antonio Martín Borrero, hermano de mi padre y casado con Juana Lagares, y de su cuñado Luis Andreu Márquez, casado con Pepa Lagares, que vivían en La Pila.
Pero ellos ya habían visto lo que se estaba cociendo por la calle y cuando llegaron los falangistas, ya habían huido también.
Los tres, José Martín, Antonio Martín y Luis Andreu, huyeron y no tuvieron más remedio que dispersarse por los campos. Estuvieron fugados unos tres meses por esos campos del Monte de Abajo. Dormían haciendo un agujero en el suelo al abrigo de los arbustos, y cobijados por las propias ramas sobre una manta sutil. Debían estar siempre atentos y vigilantes si querían salvar sus vidas, y no dejarse ver por elementos hostiles.
Cristobalina Martín Núñez, hija de José Martín Borrero. A primeros de agosto un Bando de Queipo de Llano declaraba el estado de Guerra en Huelva. Las noticias de lo que estaba ocurriendo eran estremecedoras, pero en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la huida de los Berrendos, y la gente especulaba con su vuelta.
A veces aparecían rumores de que los habían visto aquí o allá. Hubo una ocasión en que se congregaron muchas personas junto a la Pila porque algunos carreros vinieron diciendo que los habían visto venir hacia el pueblo para entregarse. Pero eran falsos rumores. Tengo que decir que mi familia era muy querida en el pueblo, y hubo quien incluso les dejaba comida en las ramas de los árboles. Imagino que mi madre también tendría contacto con mi padre a través de los pastores que recorrían aquellas tierras casi a diario y que de vez en cuando se encontrarían en algún lugar determinado del campo. Por supuesto que yo debía mantenerme en silencio y tener cuidado de no irme de la lengua.
Recuerdo una vez que estando yo en una tienda de la calle Moreno, llegó Carmelo el Policía. Comenzó a hablar de los huidos y de las glorias del ejército nacional, comentando en alta voz para que yo lo oyera: “Al Berrendo lo hemos cogío por Castillejos y lo hemos matao.” Yo intuí que dijo aquello para que yo contestara irritada que mi padre estaba vivo. Pero salí llorando de allí y corrí a decírselo a mi madre.
En casa fue la época más dura de toda mi vida. Teníamos que realizar las labores del campo con mi madre y vender los productos que daba la tierra. Yo, que era la hija mayor, tuve qué trabajar en lo que salía, desde trabajar en la droguería de Luis Mora con Socorro Bendala hasta segar en el campo. Y siempre con el corazón en un puño y el alma en vilo, pues mi madre también temía las represalias que los falangistas podían tomar contra ella. Además, a nuestros oídos llegaban las noticias de las matanzas que los nacionales vencedores estaban realizando sobre los marxistas. Fusilamientos y ejecuciones de gente que incluso no tenía ningún delito de sangre y que tampoco pertenecía a ningún partido político o sindicato.
Parece mentira que para matar a un hombre solo hicieran falta tres personas: una para firmar la denuncia y dos testigos. Así se podía acusar a cualquiera del delito que les pareciera. Y en estos pueblos siempre hay odios personales…
En cierta ocasión, y estando todavía mi padre huido, estaba él con mis tíos y mi madre haciendo carbón en la Majada del Gato, ayudados por Cayetano Martín y Sebastián Pedraza. Yo me había quedado en casa para cuidar de las gallinas. Uno del pueblo, falangista pero sin el uniforme, se acercó preguntando por el Berrendo, pero Cayetano le contestó que no sabían donde estaba y que desde luego allí no se encontraba. Días después, este Cayetano Martín fue requerido para presentarse en el cuartel de Falange, acusado de haber amenazado a aquel falangista de querer meterlo en el horno del carbón. Cayetano contestó irritado que eso era falso, pero que si hubiera llegado a saber que era falangista a lo mejor lo hubiera hecho. En ese instante su nombre fue incluido en la lista negra. Gracias a la intervención de Rosario la del Casino, no le ocurrió mayor desgracia que la de ser señalado y tener que andarse en adelante con más cautela y morderse la lengua.
Así se sucedían los calurosos días de aquel verano que parecía condenadamente interminable. ¡Cuantas noches en vela, en un sinvivir constante!, con un miedo crónico que como una fiera mordía nuestras entrañas, poniendo todos nuestros pensamientos en los que estaban en el campo, a la intemperie, pasando frío o hambre, sin más objetivo que sobrevivir por lo menos al día siguiente.
Un otoño de ceniza se cernía ya sobre el pueblo cuando mi madre pensó en el bando de Queipo y la promesa de que quienes no hubiesen cometido delito de sangre no tenían nada que temer. Habló con D. Juan Pérez, que era muy buena persona y la única en que podía confiar. Este le dijo que como su marido y su cuñado no tenían delitos de sangre no debían temer nada, pero debían correr el riesgo.
A los pocos días vinieron a mi casa Antonio Ruiz, conocido como D. Antonio el Gordo, D. Juan Pérez y Ambrojo, los cuales le entregaron a mi madre tres armas, para entregárselas a mi padre y mis tíos, puesto que al entregarse a las autoridades lo primero que les iban a exigir serían sus armas, y bajo ningún concepto se iban a creer que carecían de ellas. Esto les evitaría, sin duda, algunos problemas.
Los Berrendos se entregaron en el cuartel de la Guardia Civil con gran expectación por parte del pueblo. A mi padre y a mi tío Antonio les pusieron como castigo tener que presentarse diariamente en el cuartel.
El caso de Luis Andreu, por desgracia, fue radicalmente distinto, pues él sería encarcelado y fusilado en abril de 1937, tal como narramos en el artículo siguiente.
Con el regreso de mi padre a casa parecía que la pesadilla que habíamos vivido con su huida tocaba a su fin. Días, semanas, meses de sufrimiento y de agotamiento que, aunque paulatinamente se iban diluyendo en la cotidianeidad de los días, iban a dejar sus tristes secuelas en el alma. A mí, de puro sufrimiento contenido, me salieron unas llagas en la espalda que se tornaron en abscesos que se cerraban y abrían con espantosos dolores. Jamás pude ponerme un vestido con escote a la espalda y todavía tengo las cicatrices.
Mi padre, a raíz de su estancia por esos campos, cogió un enfriamiento crónico, y se llevó nueve años enfermo. Murió a los 57 años.
Hoy tengo 85 años. Y al cabo de tanto tiempo se me arrasan los ojos de lágrimas con recordar todas las penurias que pasamos en casa sin tener culpa de nada, porque no éramos culpables de nada. Seguimos viviendo bajo una losa de silencio, silencio que al cabo de tantos años he querido yo romper para hacer pública mi historia, que es también la historia de otras muchas personas, que padecieron, como yo, las horribles consecuencias de aquella represión inmisericorde.
Fuente oral: Cristobalina Martín Núñez
Entrevista y Redacción: Rafael Méndez Andreu
¡ Romper el silencio!
Tenía yo 14 años cuando aquel final de julio de 1936 vimos teñirse de blanco las calles del pueblo, banderas blancas que pendían de ventanas y balcones en señal de rendición ante las fuerzas nacionales sublevadas. A primeros de agosto se quitaban éstas y comenzábamos a poner las nuevas banderas nacionales de color rojo y amarillo, en un trajín incesante porque al parecer lo mandaba así el gobernador. Cada cual se las compuso como pudo, pidiendo y uniendo trapos de ambos colores. Era esa la bandera que con tanta pompa se izaría a mediados de mes desde el balcón del Ayuntamiento. José Martín Borrero
No era esta, por desgracia, la única agitación que se vivía en las calles. Yo, que siempre iba al rabo de mi madre, escuchaba lo que comentaban las vecinas: ... que si huelgas, que si disparos y fusilamientos, que si rojos y nacionales, que si la gente tenía que entregar las armas, que si la quema de las iglesias…
En casa, yo advertía a través de mis ojos de niña, el desasosiego y la preocupación en el semblante de mi madre, que escuchaba atónita de boca de mi padre las noticias sobre un alzamiento de los militares y el peligro que entrañaba para todos los que estaban sindicados o simpatizaban con el Frente Popular, el partido izquierdista que había ganado las últimas elecciones.
. A la caída de la tarde y tras regresar de las faenas del campo, mi padre, José Martín Borrero, más conocido como Pepe el Berrendo, solía reunirse con otros hombres en la bodega de Alfonso Zunino Toscano, que entonces era el alcalde desde febrero de ese año. Su bodega, que daba a la calle Almendros junto a la fragua de los hermanos Vázquez, era un lugar frecuentado por hombres de aquellas calles, jornaleros y hombres del campo, en su mayoría de izquierdas y del sindicato agrario, como mi padre, donde al compás de un vaso de vino se hablaba de los problemas que acuciaban a los obreros. Mi padre casi siempre acudía con su hermano Antonio, el cuñado de éste y el concejal Luis Andreu Márquez.
Pero aquella noche del 29 de julio mi padre llegó de la taberna más preocupado que de costumbre. Le dijo a mi madre que habían destituido al alcalde Zunino Toscano y ahora gobernaban los falangistas, que había que tener mucho cuidado porque corría el rumor de que iban a ir a por los rojos. Rápidamente mi madre atrancó la puerta con una escalera. Mi padre no había cometido delito alguno, pero todos los cuidados y precauciones eran pocos ante aquella situación. Esa misma noche se declararía el estado de guerra en todos los cuarteles de la guardia civil.
Los falangistas, por su parte, ya tenían una lista con los nombres de los sindicalistas e izquierdistas más destacados y de aquellos que frecuentaban la taberna de Zunino Toscano. A todos fueron a buscarlos a sus casas para ser detenidos. A Alfonso Zunino, con quien mi familia mantenía muy buena amistad, alguien le comentó que se fuera en el barco Vázquez López, que estaba dispuesto en el puerto de Huelva para todos los republicanos que quisieran marcharse a Casablanca, pero no quiso, y entonces, sabiendo a ciencia cierta que vendrían a buscarle de un momento a otro y tras la insistencia de su mujer, se refugió en casa de una vecina y conocida suya de la calle Pila, Rosa. Poco podía imaginar que unas semanas más tarde sería fusilado.
Antonio Martín Borrero
El atardecer agobiante de un día de primeros de agosto se quebraba paulatinamente en oscuridades dentro de una atmósfera de sospechas, de cuchicheos y de vigilancias.
Casi de madrugada comenzaron los golpes en la puerta de mi casa, en la calle Pila. Cuando mi madre abrió la puerta, vimos ante nosotras un cordón de hombres apostados ante el umbral, hombres uniformados de falange, con camisas azules, unos con pistola en mano y otros con fusiles. Agarrada al vestido de mi madre, sentí desfallecer las piernas al mismo tiempo que mi corazón comenzó a latir desesperadamente de puro miedo. Preguntaron por mi padre, al mismo tiempo que casi sin esperar la respuesta de mi madre de que no se encontraba allí, penetraron con ímpetu en la casa. Recorrieron todas las estancias, abrieron armarios, se asomaron debajo de las camas, el corral…. Ni rastro. A mi padre le había dado el tiempo justo de saltar la tapia del corral que daba a la calleja y salir corriendo campo a través.
Ahora que rememoro estos hechos, pienso en el susto que llevaría mi padre, empujando su rostro, angustiado e inquieto a través de la madrugada, corriendo entre campos y senderos a la luz de la luna, jadeante y aturdido intentando poner en claro sus ideas.
Cuando los falangistas salieron de mi casa, observé compasiva y temerosa el rostro de mi madre: las lágrimas arrasaban sus pupilas, los labios inmóviles, incoloros y tensos… las manos crispadas sobre sí mismas, .. ¿qué sería de nosotros ahora? … ¿qué sería de mi padre, si lo cogían? … Él no buscaba ahora enfrentamientos ni guerra con nadie, solo salvar su vida.
Después de mi casa, los hombres de falange fueron en busca de mi tío Antonio Martín Borrero, hermano de mi padre y casado con Juana Lagares, y de su cuñado Luis Andreu Márquez, casado con Pepa Lagares, que vivían en La Pila.
Pero ellos ya habían visto lo que se estaba cociendo por la calle y cuando llegaron los falangistas, ya habían huido también.
Los tres, José Martín, Antonio Martín y Luis Andreu, huyeron y no tuvieron más remedio que dispersarse por los campos. Estuvieron fugados unos tres meses por esos campos del Monte de Abajo. Dormían haciendo un agujero en el suelo al abrigo de los arbustos, y cobijados por las propias ramas sobre una manta sutil. Debían estar siempre atentos y vigilantes si querían salvar sus vidas, y no dejarse ver por elementos hostiles.
Cristobalina Martín Núñez, hija de José Martín Borrero. A primeros de agosto un Bando de Queipo de Llano declaraba el estado de Guerra en Huelva. Las noticias de lo que estaba ocurriendo eran estremecedoras, pero en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la huida de los Berrendos, y la gente especulaba con su vuelta.
A veces aparecían rumores de que los habían visto aquí o allá. Hubo una ocasión en que se congregaron muchas personas junto a la Pila porque algunos carreros vinieron diciendo que los habían visto venir hacia el pueblo para entregarse. Pero eran falsos rumores. Tengo que decir que mi familia era muy querida en el pueblo, y hubo quien incluso les dejaba comida en las ramas de los árboles. Imagino que mi madre también tendría contacto con mi padre a través de los pastores que recorrían aquellas tierras casi a diario y que de vez en cuando se encontrarían en algún lugar determinado del campo. Por supuesto que yo debía mantenerme en silencio y tener cuidado de no irme de la lengua.
Recuerdo una vez que estando yo en una tienda de la calle Moreno, llegó Carmelo el Policía. Comenzó a hablar de los huidos y de las glorias del ejército nacional, comentando en alta voz para que yo lo oyera: “Al Berrendo lo hemos cogío por Castillejos y lo hemos matao.” Yo intuí que dijo aquello para que yo contestara irritada que mi padre estaba vivo. Pero salí llorando de allí y corrí a decírselo a mi madre.
En casa fue la época más dura de toda mi vida. Teníamos que realizar las labores del campo con mi madre y vender los productos que daba la tierra. Yo, que era la hija mayor, tuve qué trabajar en lo que salía, desde trabajar en la droguería de Luis Mora con Socorro Bendala hasta segar en el campo. Y siempre con el corazón en un puño y el alma en vilo, pues mi madre también temía las represalias que los falangistas podían tomar contra ella. Además, a nuestros oídos llegaban las noticias de las matanzas que los nacionales vencedores estaban realizando sobre los marxistas. Fusilamientos y ejecuciones de gente que incluso no tenía ningún delito de sangre y que tampoco pertenecía a ningún partido político o sindicato.
Parece mentira que para matar a un hombre solo hicieran falta tres personas: una para firmar la denuncia y dos testigos. Así se podía acusar a cualquiera del delito que les pareciera. Y en estos pueblos siempre hay odios personales…
En cierta ocasión, y estando todavía mi padre huido, estaba él con mis tíos y mi madre haciendo carbón en la Majada del Gato, ayudados por Cayetano Martín y Sebastián Pedraza. Yo me había quedado en casa para cuidar de las gallinas. Uno del pueblo, falangista pero sin el uniforme, se acercó preguntando por el Berrendo, pero Cayetano le contestó que no sabían donde estaba y que desde luego allí no se encontraba. Días después, este Cayetano Martín fue requerido para presentarse en el cuartel de Falange, acusado de haber amenazado a aquel falangista de querer meterlo en el horno del carbón. Cayetano contestó irritado que eso era falso, pero que si hubiera llegado a saber que era falangista a lo mejor lo hubiera hecho. En ese instante su nombre fue incluido en la lista negra. Gracias a la intervención de Rosario la del Casino, no le ocurrió mayor desgracia que la de ser señalado y tener que andarse en adelante con más cautela y morderse la lengua.
Así se sucedían los calurosos días de aquel verano que parecía condenadamente interminable. ¡Cuantas noches en vela, en un sinvivir constante!, con un miedo crónico que como una fiera mordía nuestras entrañas, poniendo todos nuestros pensamientos en los que estaban en el campo, a la intemperie, pasando frío o hambre, sin más objetivo que sobrevivir por lo menos al día siguiente.
Un otoño de ceniza se cernía ya sobre el pueblo cuando mi madre pensó en el bando de Queipo y la promesa de que quienes no hubiesen cometido delito de sangre no tenían nada que temer. Habló con D. Juan Pérez, que era muy buena persona y la única en que podía confiar. Este le dijo que como su marido y su cuñado no tenían delitos de sangre no debían temer nada, pero debían correr el riesgo.
A los pocos días vinieron a mi casa Antonio Ruiz, conocido como D. Antonio el Gordo, D. Juan Pérez y Ambrojo, los cuales le entregaron a mi madre tres armas, para entregárselas a mi padre y mis tíos, puesto que al entregarse a las autoridades lo primero que les iban a exigir serían sus armas, y bajo ningún concepto se iban a creer que carecían de ellas. Esto les evitaría, sin duda, algunos problemas.
Los Berrendos se entregaron en el cuartel de la Guardia Civil con gran expectación por parte del pueblo. A mi padre y a mi tío Antonio les pusieron como castigo tener que presentarse diariamente en el cuartel.
El caso de Luis Andreu, por desgracia, fue radicalmente distinto, pues él sería encarcelado y fusilado en abril de 1937, tal como narramos en el artículo siguiente.
Con el regreso de mi padre a casa parecía que la pesadilla que habíamos vivido con su huida tocaba a su fin. Días, semanas, meses de sufrimiento y de agotamiento que, aunque paulatinamente se iban diluyendo en la cotidianeidad de los días, iban a dejar sus tristes secuelas en el alma. A mí, de puro sufrimiento contenido, me salieron unas llagas en la espalda que se tornaron en abscesos que se cerraban y abrían con espantosos dolores. Jamás pude ponerme un vestido con escote a la espalda y todavía tengo las cicatrices.
Mi padre, a raíz de su estancia por esos campos, cogió un enfriamiento crónico, y se llevó nueve años enfermo. Murió a los 57 años.
Hoy tengo 85 años. Y al cabo de tanto tiempo se me arrasan los ojos de lágrimas con recordar todas las penurias que pasamos en casa sin tener culpa de nada, porque no éramos culpables de nada. Seguimos viviendo bajo una losa de silencio, silencio que al cabo de tantos años he querido yo romper para hacer pública mi historia, que es también la historia de otras muchas personas, que padecieron, como yo, las horribles consecuencias de aquella represión inmisericorde.
Fuente oral: Cristobalina Martín Núñez
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