martes, 30 de septiembre de 2008

José Ríos Pérez. ¡Que mi nombre no se borre de la memoria!













JOSE RIOS PEREZ

¡Que mi nombre no se borre de la memoria!




En mayo de 1936 cumplía 52 años. Era uno de tantos jornaleros del pueblo que se debatía en un horizonte inabarcable de penurias con cinco bocas para alimentar y una mujer que sabía esperarle cada tarde, a la vuelta del trabajo, cuando lo había. Tenía puestas sus esperanzas, como otros muchos obreros, en las elecciones que se avecinaban para el 16 de febrero, esperando que saliera vencedor el partido que representaba a todas las izquierdas de la nación, el Frente Popular, que tan buenas perspectivas de trabajo y bienestar para la clase obrera preconizaba. Esa fuerte convicción, además de su amistad con las fuerzas de izquierda y su compromiso sindical, le animaron a ofrecerse como interventor para una mesa electoral.

El 16 de febrero, el día señalado para las elecciones, se despertó frío, gris y desapacible. Un viento helado recorría aquellas calles terrosas, convertidas en un lodazal por la persistente lluvia que días atrás había azotado el pueblo con fuerza.
El gobierno civil, dado el clima de efervescencia política y agitaciones que tenían lugar en todo el país, había dado instrucciones claras para evitar incidentes el día de las elecciones, como el cierre de tabernas a las 10 de la noche del sábado 15 y durante todo el domingo 16, prohibición de consumo de bebidas alcohólicas en bares y cafés, recogida de armas y cartuchos de todas las tiendas donde se vendieran y vigilancia de edificios públicos, entre otras.

Aquel domingo Ríos acudió a la mesa con la misma expectación e incertidumbre que todos los españoles tenían puesta en esas elecciones.
Durante el transcurso de la votación,
José Ríos PérezJosé presintió que algo no marchaba todo lo bien que debiera. Observó como algunos miembros de la mesa electoral pretendían contabilizar votos en la lista a favor de la derecha que no habían sido emitidos. Se entabló una disputa entre interventores de una y otra coalición y preso de la ira por la tropelía que se quería cometer, dio un golpe sobre la urna rompiéndose ésta. Hubo por tanto que detener la votación, hasta que se pudo restablecer el orden.

Tras el recuento de votos su satisfacción fue enorme al comprobar el resultado de las elecciones: El triunfo del Frente Popular fue acogido con el natural entusiasmo en una población tradicionalmente gobernada por la derecha.
Dos meses y medio después, el cinco de mayo, la nueva corporación municipal nombró a José alguacil portero del Ayuntamiento. Esta designación la acogió con la natural alegría de quien goza de un puesto de trabajo y un jornal fijo; jornal que podía venirle muy bien para sobrellevar su casa adelante, y no era para menos con cinco hijos: Francisca, Josefa, José, Manuel y María Jesús. La más pequeña contaba entonces 10 años y la mayor 25.

Su mujer, María Manuela, acogió la idea con cierto recelo, dado que pocos días antes había tenido lugar el tiroteo en la Plaza Redonda y además circulaban turbias noticias referentes a algunos disturbios que tenían lugar por ceses, despidos o readmisiones de obreros, tanto en instituciones públicas como en las fábricas. El cese o readmisión de personal en todos los ámbitos tenía mucho que ver a esas alturas con el signo político que se detentara.

Por su parte y desde su puesto en el Ayuntamiento, José se estaba enterando del ambiente políticamente enrarecido que como una balsa de aceite se iba extendiendo por todas partes. El mes de junio le pareció especialmente plagado de trágicos augurios: la dimisión del gobernador, la detención de alcaldes como el de Puebla de Guzmán, el acuerdo de la sustitución de la enseñanza religiosa e incautación de edificios religiosos en la capital onubense, las multas a los propietarios por no pagar los jornales convenidos a los obreros, los tumultos en pueblos mineros y serranos, la huelga del ferrocarril o la huelga general el día 25, que se prolongó hasta el 29. Nada bueno presagiaba tanta agitación en tan poco espacio de tiempo. En efecto, hubo quienes le insinuaron que un movimiento militar iba a tener lugar de un momento a otro para impedir que el país siguiera en manos de la izquierda gobernante. Los acontecimientos se precipitarían de un modo vertiginoso.
El 18 de julio tiene lugar el alzamiento militar contra el gobierno de la nación.

El día 21 de julio la gente de la calle San Sebastián observaba entre inquieta y divertida cómo Rafael el Turrón empujaba calle abajo, hacia la Ribera, el púlpito de la iglesia. Había comenzado el saqueo del templo por los izquierdistas, los rojos, mientras la derecha local comienza a agruparse y apoyar a los sublevados, escudándose en las milicias de Falange.

El 23 tiene lugar un tiroteo de milicianos en la misma calle San Pedro, y el 29 de julio el alcalde y los concejales son cesados en sus cargos, y en su lugar se nombra una gestora integrada por la derecha. Ese mismo día se pudo leer en el diario La Provincia el bando que a toda página declaraba el estado de guerra en Huelva. La bandera tricolor republicana era arrancada del balcón del ayuntamiento y sustituida por la bandera roja y gualda que enarbolaban los sublevados.

José Ríos asistía con inquietud a todos estos episodios que se estaban sucediendo ante sus ojos como las páginas de un libro de historias truculentas. Comenzaba una guerra y en el Ayuntamiento ahora gobernaban las fuerzas de derechas que habían sido derrotadas en las elecciones de febrero, en medio de un ambiente de hostilidades y amenazas.

¡Que poco podía imaginar Ríos la tragedia que se le avecinaba!

Pocos días después, a primeros de agosto, ya comenzaba la represión, las detenciones de rojos, los interrogatorios, los paseos, el aceite de ricino, los pelados al cero… la gente asustada, presa de una permanente zozobra y una violenta inquietud. Todo se desmadejaba en una realidad alucinante, en un tiempo trepidante. Las noches del mes de agosto fueron noches de escopetas y de insomnios, en que el odio, la desesperación y el miedo corrían por las calles de todos los pueblos, donde cada esquina podía ser una trampa, un peligro, cada puerta una acechanza. Aires de traición y de sospecha, de conjura y de terror. Todos vigilaban a todos; cada cual desconfiaba de su vecino y le acechaba.

29 de julio de 1936: Bando de declaración del estado de guerra en la provincia de Huelva. En el silencio de la noche del 5 de agosto, sus pasos retumbaban sobre aquel pavimento de tierra, bajo la luz exangüe y mortecina de la débil bujía que iluminaba la calle Arenal, que se difuminaba calle abajo por El Lavadero hasta perderse en la oquedad de la noche. José Ríos se dirigía a casa, como cada noche, más allá de las once. Desde que comenzó a trabajar como alguacil portero del Ayuntamiento nunca había experimentado tanta sensación de angustia como esa noche de agosto. Esa misma tarde había sido despedido del Ayuntamiento por sus ideas marxistas y por ser adepto al Frente Popular.
Su mujer le recibió asustada e inquieta. Sabía el odio encarnizado que la derecha local abrigaba contra los sindicalistas, socialistas o comunistas y se esperaba alguna represalia, por lo cual el despido de su marido no la sorprendió. Ahora sobrevenía un oscuro horizonte de intranquilidades y desasosiegos.

En la noche agosteña, asfixiada de rencores, camiones requisados por los falangistas acudían a las casas de quienes ese día habían de sucumbir bajo sus fusiles o encerrados en las cárceles. Era la caza del hombre, como si se tratara de un miserable juego de cara o cruz, de vida o muerte.

El alcalde de Aljaraque, José Rodríguez “Pernales” que era amigo de Ríos y otros cartayeros, vino a decirle que se fuera con él en un barco hacia Portugal “mira que esta gente nos quitan el pellejo”. Pero Ríos era un hombre terco y dijo que él no había cometido ningún delito y que no se movía de su casa. “¡cómo voy a abandonar a mi familia!”

Una y dos veces se llegaron los uniformados de falange y los guardias municipales a su casa para interrogarle, pero no daban con él. Hasta que rompiendo la calma nocturna varios individuos aporrearon la puerta de su casa. Sabían que allí estaba. Esta vez no había escapatoria. Fue detenido por un guardia que precisamente había sido destituido de su cargo, junto con otros ocho empleados, el mismo día que nombraron a Ríos alguacil y que ahora, con el nuevo gobierno municipal, había recuperado su puesto en el ayuntamiento. Fue conducido a la sede de Falange para ser intgerrogado.

Era la noche del 16 de agosto. Esa misma noche también fueron detenidos Vicente Cano, Manuel González y Francisco Pérez Rivera. Había también una maestra llamada Doña Margarita. Fueron atados unos a otros, y conducidos al remolque del camión requisado a un conocido vecino del pueblo, que encima tuvo la desdicha de verse obligado a conducir tan pesada carga. Al ser empujado Ríos para subir al remolque se agarró preso de la ira al cuello de uno de los pistoleros, con tal fuerza que sus uñas le desgarraron la piel y otro conocido falangista, habitual componente de ese escuadrón de la muerte, le hirió con su arma en la sien.

La noche cálida, sosegada y translúcida contrastaba con la pastosa y asfixiante oscuridad del camión que envolvía los rostros exangües, temerosos e impacientes de los detenidos, que miraban con desesperanza el perfil huidizo de las últimas casas del pueblo que, débilmente iluminadas, se alejaban de su vista quedando prendidas en la negrura.

Un viaje incierto que acabó a las puertas de la prisión. José Ríos ingresó en prisión el 17 de agosto de 1936, entregado por “falange española”, según su expediente carcelario.

Tras bajar del camión los presos respiraron aire libre por última vez y cruzaron el umbral del gran portalón, dejando atrás su ayer y su mañana. José Ríos entró en el recinto en hilera con otra remesa de hombres también exhaustos, irredentos y atezados por el miedo. Comenzaba para todos la interminable noche de la prisión. Comenzaría la feroz batalla contra las chinches, contra el escozor de la piel sudada, contra la náusea, contra la angustia. Bajo la aparente calma de la madrugada hervirían mil vidas truncadas, febriles, incoherentes, y se ahogarían palabras impronunciables, deseos inconfesados y ambiciones nunca entendidas. Todos los sufrimientos: el de la espera y la desesperanza, el de la ira y el miedo, el del rencor y el de la lujuria, el de la soledad y el desamparo, el del orgullo y el de la cobardía se abatían sobre aquellos réprobos desgarrando los sentidos y el alma.

Cuando se llevaron a José Ríos de su casa, María Manuela se enfrentó a una noche larga, la noche más larga de su vida, en vela, esperando, suspirando, rezando, aterida de miedo y de angustia, entre la intranquilidad y la incertidumbre .Cuando a media mañana se acercó para preguntar por su marido, le dijeron que había sido trasladado a la cárcel de Huelva.
A la cárcel… Pero por qué… por qué?... por qué culpa, por qué delito?...

María Manuela Moreo Vázquez se quedó sola con sus cinco hijos. Sola frente al miedo y al desamparo. Sin embargo, había que sobreponerse a la adversidad y arrimar el hombro donde fuera por traer algún dinero para comer. Las hijas tuvieron que trabajar en las comisiones de las almendras y los piñones, con Redondo y con Ginés Jaldón. Ella se dedicaba a las labores del hogar y a bregar con las tareas de la casa. El mayor de los dos varones, José que contaba con 15 años, primero se fue a la mar, pero no sabía nadar así que en el siguiente turno se quedó trabajando con los albañiles. Manuel, que apenas contaba doce años en 1936, también fue marinero, y a veces hacía de monaguillo en la iglesia . Cualquier cosa valía con tal de traer una peseta a casa.

Tras los muros de la prisión, que se cerraban en torno a dos patios atestados de tenderetes y porquería, una multitud de hombres rapados, enjutos, olvidados, sudaban sus interminables agonías. Horas de tedio y angustia, días interminables de despiadada desazón que los iba consumiendo de desesperanza. Fuera quedaba la guerra, pura carroña pudriéndose en los campos de batalla, de la que llegaban inciertas noticias que los presos, tras el toque de queda y la cena con el mismo cazo de lentejas con gorgojos que habían comido a mediodía, se comunicaban entre susurros forjándose ingenuas ilusiones de victoria.

Los días se sucedían y entre tanta miseria, alguna vez sobrevenía la alegría de “comunicar” con los familiares. Cuando María Manuela y su hija mayor traspasaron por primera vez la puerta de la prisión para ver a José, presas de la impaciencia y el deseo de ver al padre y al marido, penetraron en el locutorio atestado de voces, gritos, miradas, gestos excitados de visitantes y reclusos aferrados a la red metálica que los separaba. José se hunde, pierde la voz, convertido en una sombra, entrecortado por la emoción y la pena… estableciendo con las dos mujeres, la madre y la hija, un puente de miradas y gestos a través del cual iba y venía un flujo de ternura, cariño y compasión, con los rostros y las manos pegados a la alambrada, murmurando frases que quedaban adheridas en aquella reja que separaba los dos mundos, hasta que el timbre señalaba el fin de la visita.

Después, volver otra vez al horror de más noches en aquella miserable prisión, con el mordisco del hambre, la carcoma de la nostalgia, desear estar en casa, reencontrarle un sentido a la existencia, con sus días de trabajo, sus hijos, sus domingos… Y durante la madrugada el temor de los pasos de los guardianes, siempre a la misma hora, que vienen a abrir las puertas de los que van a morir …. Los pasos se detienen ante una puerta, ruido de llaves y cerraduras herrumbrosas, pronuncian unos nombres…hoy les toca a dos, a tres, a cuatro… después el bramido de los disparos quebrantando la duermevela de los reclusos.

Transcurrían los días, las semanas, los meses y esa ausencia de su marido, preso en un cautiverio que se alargaba más de lo pensado, se hacía cada vez más pesada e insoportable. Habían pasado al menos dos meses de esa prisión infame, cuando María Manuela, a cuestas con su desdicha, regresaba de ver a José. La camioneta traspasaba despaciosamente el puente de Gibraleón en dirección a Cartaya, cuando María divisó horrorizada una hilera de cadáveres apilados en la cuneta… eran siete u ocho hombres con los ojos abiertos y rostros desencajados, sin duda fusilados y yertos sobre aquella tierra acuchillada y ultrajada, curiosamente todos con camisas blancas, en las que resaltaban rojos chorreones que eran como pétalos de sangre salpicando toda la inmensidad de la tarde. Aquella imagen terrible fue una puñalada en su alma, rota ya y exánime de absoluta congoja. Aquella imagen fue como un enfrentarse a la triste y cruda realidad, a una fatal advertencia y un nefasto presagio de lo que le podía pasar a su marido. Sus pensamientos se debatían en una locura sin nombre, su marido y sus hijos, su marido y su casa, su marido y ella, su marido y su familia….y un sentimiento de impotencia que la embargaba…¿Qué hacer por ti? Tú siempre fuiste bueno.. ¿no dicen que el que no tenga las manos manchadas de sangre no tiene nada que temer? Ay, tus ideas, tus ideas… Esperar, esperar a ver qué pasa… Y me da horror pensar que pueda ser fusilado el próximo amanecer o en otro amanecer cualquiera. ¡Fusilado!. ¡Atravesado a balazos! Pero eso no puede ser ¿o es que tú, Dios mío, te has quedado ciego y sordo? No puedes permitirlo Tú, el Dios de los pobres, el manso cordero, el que perdonó a la adúltera, el que arrojó del templo a los cambistas, el que despreciaba a los fariseos, el de la ley del amor. No puedes permitirlo….

La madrugada del 24 de noviembre los pasos de la guardia se acercaban imponentes, resonantes, más cerca cada vez, como un prólogo de siniestros tambores que anuncian la muerte… Ríos se incorpora en la celda envuelto en un sudor frío tratando de apaciguar su corazón con la mano… ya los pasos están a la altura de su celda.
La cárcel de Huelva, inaugurada a principios de los años treinta.
La llave gira y empujan la puerta mientras gritan su nombre con dureza. Apenas se divisaban las primeras luces del alba, cuando Ríos caía abatido en el patio carcelario por la descarga del pelotón de fusilamiento. Una muerte triste, tristísima, injusta y alevosa, de la que no se enteraron ni sus familiares.

Cuando días después María Manuela se acercó a la cárcel para ver a su marido, le comunicaron la noticia. Fusilado y enterrado en fosa común, en una sepultura sin nombre del cementerio de la Soledad…

¿Cómo se puede digerir una noticia de tal calibre? Regresar a casa con ese dolor y esa rabia arañándole el corazón y tener que comunicarle a sus hijos el triste final de su padre, asesinado a los 52 años. 52 años de vida de trabajo y de familia acribillados miserablemente en nombre de qué guerra, de qué bando, de qué ideas… ¿con qué derecho? ¿Con qué razones?...

Pasado un tiempo, según nos relatan los nietos María Jesús y Manuel, quisieron hacer que María Manuela firmara que su marido había muerto de muerte natural para tramitarle el cobro de “una paguita” por viudedad. Pero su hija mayor le gritó a su madre que ni lo intentara siquiera. Su padre había muerto fusilado injustamente y así quedaría escrito para siempre. En el registro civil, efectivamente, su mujer lo inscribió años después indicando como causa de muerte “Fusilamiento por aplicación del bando de Guerra.”.

Manuel Botillo no conoció a su abuela, pero recuerda las historias que su madre, Paca, le contaba. Los recuerdos afloran como saliendo de una niebla extraña, antigua y emocional.

En cierta ocasión, su madre, Paca, la hija de José Ríos, se encontraba limpiando y baldeando el corral de su casa con unas horquillas. La puerta de la calle estaba abierta. En esos momentos penetraron en ella dos individuos acompañados de uno de los conocidos y destacados falangistas que intervinieron en la detención de Ríos. Casi sin mediar palabras, uno de los recién llegados le pidió a Paca que le hiciera una misa a su padre porque el espíritu de Ríos se le presentaba a ese individuo casi todas las noches. Paca, presa de la ira, enarboló las orquillas e hizo ademán de embestirles con ellas, echando de su casa a semejantes verdugos.
Probablemente no era el espíritu de Ríos lo que veía aquel infame ante sí, sino el fantasma del remordimiento de su propia conciencia, si es que acaso la tenía; era el peso y la conciencia de culpa, que, como la de muchos otros, nunca pudieron tapar con el polvo del olvido la figura de José Ríos Pérez.

Entrevista a : Manuel y María Jesús Botillo Ríos
Redacción: Rafael Méndez

Fuentes Consultadas:
Archivo Municipal de Cartaya
- Actas capitulares.
- Padrones de Habitantes
- Libros Registro del cementerio municipal.
- Pensiones fallecidos durante la Guerra Civil.
Registro Civil de Huelva
Archivo Histórico Provincial de Huelva
- Expedientes Carcelarios
- Boletines Oficiales de la Provincia de Huelva.
- Francisco Espinosa Maestre: Historia de la Guerra Civil en Huelva. 4ª ed. 2005
- Montse Armengol y R. Belis: Las fosas del silencio. 2006












































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